Nostalgia melancólica

Actuar nos vuelve irascibles. El ser humano es mentiroso por naturaleza, pero llega a un momento de su vida en que ya no tolera la carencia de realidad en sus acciones y en sus palabras. Todo se impregna de mentira, y hasta la más justa de las verdades parece no serlo.

El momento en que las personas quiebran el saco de las mentiras llega cuando alcanzamos la integridad conociéndonos a nosotros mismos, tarea que pocos en este mundo logran. Es todo.

Ignorancia

La ignorancia es siempre la más cómoda de las actitudes. El ignorante vive sencillamente contento de existir, mientras que aquellos que razonan viven con el miedo de no estar razonando de verdad.

Aquellos que "tienden al saber", como en su día dijera Pitágoras de Samos, están terriblemente inquietos; el afán por conocer les corroe las entrañas. No hallan lugar para el descanso intelectual.

El ignorante, por contra, se considera sencillamente feliz por haber postrado su trasero en una hamaca cómoda y contemplar desde ella, indiferente, la inquietud infinita de los intelectuales. Es todo.

¡Qué realidad tan descabellada!

Las personas actúan, y los actores sobreactúan. En la realidad en que vivimos, nuestros caracteres no son más que lo que el resto de personas quieren que sean. No podemos escindirnos de la corriente que mueve nuestra forma de actuar o, incluso, de pensar. Somos muñecos de pantomima cuyas cuerdas son aferradas por la impasibilidad de la rutina. No podemos permitir una falta a nuestra promesa de ser iguales a la muchedumbre, dado que esta ruptura sería tomada como un atentado contra la cultura, contra la moda o, incluso, contra las virtudes del ser humano; ésas de las que tanto hemos oído hablar, pero que nunca hemos llegado a palpar con nuestras manos corruptas. Entonces, ¿por qué no atentar descabelladamente contra las virtudes a las que desde pequeños hemos sido encomendados? ¿Por qué no lograr una realidad ligeramente descabellada? Es todo.

Sobre la ineludible perfección

Todos nos hemos cruzado en contadas ocasiones con seres cuya perfección es tal que nos cuesta no pensar lo insignificantes que somos a su lado. Nos atemorizan sus ojos perfectos, su mirada cristalina e inteligente, su tez delicada como la seda o su figura terriblemente esbelta.

Es ante estos individuos cuando tratamos de alegar la poca importancia que tiene la belleza, por ejemplo, frente a la intelectualidad; "la belleza vale ménos por ser breve". Pero estos razonamientos son, como las ideologías, un mero consuelo de necios; un infructuoso intento por no sentirnos tan débiles.

La belleza acaba donde comienza la expresión intelectual, de modo que la primera vale más que la segunda. Se puede ser bello siendo inteligente, pero no se puede ser inteligente siendo bello. La belleza prima sobre todas las cosas, dado que es efímera. ¿Qué excusa es mejor para elevar el precio de un bien desorbitadamente, alegando que es éste escaso o que se puede encontrar en todas partes? Ni el más inútil de los necios optaría por la segunda opción. 

En el mundo hay ya excedentes de intelectuales que, con sus ciencias estériles, pretenden justificarlo todo. La realidad actual requiere urgentemente de rostros bellos que sirvan de arquetipos de la raza humana. Es todo.

La falsedad

En la sociedad en que vivimos, los seres humanos tenemos una necesidad ineludible: adoptar diferentes facetas con los individuos con los que tenemos que hablar, a gusto o a disgusto. Somos capaces de amoldar nuestro carácter a los diferentes entornos a los que accedemos. Y, ¿cómo logramos esto? Bien sencillo: mediante la falsedad.

El ser humano es falso desde tiempos inmemoriales, dado que siempre ha necesitado de la hipocresía para hacer creer a los demás cosas que, en el estado natural de la realidad, no habría tenido que saber, siquiera llegar a sospechar.

La falsedad no es más que la máscara placentera de la amistad. En su estado natural, el ser humano no sonreiría, miraría con afecto o siquiera se mostraría medianamente cordial con los de su entorno. Se presentaría como un ser atávico, sin emoción ni remordimiento. De carne y hueso, sin sentimiento que hiriese o reconfortase su corazón.


"La falsedad es una forma de multiplicar nuestras personalidades" (Oscar Wilde). Pero, en esta época de la falsedad, todos vivimos contentos. Vivimos en la mentira e, incluso, algunos llegan a creérsela. Pues que sean felices. ¿Qué hay de malo en ser falso si hacemos feliz a quien más odiamos? Esto es todo.

La engorrosa monotonía

La monotonía priva a todos los placeres mundanos de su encanto embaucador. Una persona monótona resulta aburrida -al carecer de incertidumbre-, un libro sin novedad es casi deshonroso para la vista. De hecho, el prefijo mono- no evoca más que malos significados.

Los individuos que se llaman a sí mismos ecuánimes -la forma educada de reconocerse como soporíferos- detestan los exabruptos -que aportan a las personas un carácter tan especial-. Un amigo que es fiel por ser monótono, o que es monótono por ser fiel, no es más que un títere de la igualdad de ánimo -esa que resulta tan entretenida al principio y que se acaba por execrar a los pocos días-.

Con tal entender, ¿podemos considerar a las personas que son fieles en sus amores <<superficiales>>? Según lord Henry Wottom, personaje de Oscar Wilde, así es. Es todo.

Cómo perder las virtudes

Las personas nacemos -aunque no todas- con una serie de características propias que establecen una diferencia con el informe amasijo de individuos, iguales unos a otros. Estas virtudes pueden ser empleadas para bien o para mal. Ayudar al débil, o pervertirlo; ninguna de las dos opciones anteriores provocará la pérdida de nuestra virtud.

Rara vez tenemos conciencia alguna de cuáles son esas cualidades que nos hacen tan imperceptiblemente diferentes de los demás. Podemos llegar, incluso, a sospecharlas; por nuestra mente se deslizarán pensamientos de tipo "Tal vez soy más abierto que los demás", o "No me gustan las niñitas que, siendo inteligentes, tienen que dárselas de tontas por el mero hecho de ser rubias, pero aun así puedo fingir mejor que los demás".

No obstante, es en el preciso instante en el que una persona nos adula con nuestras virtudes cuando las perdemos por completo. De forma que la conciencia de una virtud provoca su pérdida inmediata, y cuando el virtuoso conoce su condición, ésta desaparece ipsofacto. Esto es todo.

Las ideologías

Bien cierto es que, en múltiples ocasiones, pensamos creer por nosotros mismos. Consideramos que las opiniones que nuestra cabeza atesora son propias y, aunque las hayamos heredado de otros individuos -tan ingenuos como nosotros-, llegamos incluso a creer que pensamos por nosotros mismos. A este respecto siempre me gusta aducir la siguiente frase: <<Las ideologías no son más que el mero consuelo de los necios, que creen pensar, que piensan creer, pero que ni creen, ni piensan>>.

Llamamos necio a la persona que cree tener algo cuando siquiera puede tener acceso a una ínfima parte de ese algo. De esta forma, el ser humano está terriblemente seguro de pensar por sí mismo; pero, si no somos capaces de advertir las influencias amorales que nos corrompen y que nos dictan cómo hemos de pensar -televisión, este mismo blog, un libro pecaminoso-, acabaremos por morir como necios. Esto se debe a que, de alguna u otra forma, las calculadoras también piensan: basta introducir una compleja operación para obtener su resultado. Pero la calculadora, al contrario que el ser humano, no es necia, pues ni tan siquiera se llega a replantear si los conocimientos que atesora son o no propiamente suyos.

La niebla

Hoy día, la incertidumbre es necesaria para sobrevivir en la sociedad. Es imposible concibir un mundo basado en la certeza. La incertidumbre, con su niebla ofuscada, hace la realidad bella;  tanto es así, que en muchas ocasiones las cosas nos parecen perfectas hasta que desaparece la incertidumbre, y las gélidas corrientes de la certeza se llevan la niebla. En nuestra mente se deslizan pensamientos que tratan de dilucidar la estética de -por ejemplo- una persona a la que no conocemos. Es entonces cuando esa persona está idealizada, y se nos presenta como un ser apuesto e interesante. No obstante, cuando corremos el velo, nos topamos con un engendro aberrante de cabellos lacios y sonrisa de paleto que rompe en mil esquirlas la bella imagen del Adonis que teníamos en la cabeza.

Las cosas que son ciertas no guardan para nosotros ningún tipo de emoción o sentimiento alguno digno de mención. De hecho, tanto más atractivo resulta algo cuanto mayor es su impredictibilidad. Una película cuyo fin nos ha sido revelado deja de tener sentido por completo. Un libro de cuyo desenlace ya estamos enterados no constituye más que una fuente constante de aburrimiento. Así, las diversas disciplinas resultarán más interesantes cuan mayor su incertidumbre sea. ¿Cómo diantre pueden ser las matemáticas emocionantes, si de antemano conocemos los resultados con que nos vamos a topar? Esto es todo.

Una ciencia... ¿exacta?

El respaldo más habitual de los matemáticos para defender que la suya es una ciencia pura suele ser que es claramente exacta. Pues bien, esto no constituye un mérito alguno: un campo del saber creado por el Hombre, que no esté basado en la realidad -al menos en su totalidad-, será siempre exacto. Pongamos un ejemplo:

JK Rowling, destacada escritora que en su día creara la saga de libros Harry Potter, basó su fantástico mundo en unas ideas que ella consideró axiomas. Fueron estos axiomas a partir de los cuales fue ella creando un vasto entramado de fenómenos, caracteres y formas de ser, formas de hablar... De esta forma, todo su mundo es exacto. Nada en él se puede considerar defectuoso, ya que, de ser así, el error sería corregido con presteza. Cada pregunta tiene su respuesta, y no es un mundo que esté basado en la realidad.

Las matemáticas, de igual forma que la novela, sí conservan un ínfimo reducto de la realidad: la Ciencia Exacta por excelencia utiliza los números -creados por el Hombre- y las formas geométricas -que derivan de la naturaleza-, así como, en la novela, los entes que interaccionan son seres de carne y hueso, y utilizan el lenguaje humano.

Y, así, las matemáticas son como una novela: un artificio creado por el Hombre para satisfacer una necesidad intelectual, para relizar una pequeña aportación al campo de las Artes o las Ciencias o para hacer de éste un mundo imperceptiblemente mejor.

Y, tal vez, puede que las matemáticas nos hagan más listos cada día -reitero, tal vez-.

Filosofar

La única idea de filosofar hace que recorran nuestro cuerpo agitaciones espasmódicas al pensar en nuestros enfrentamientos traumáticos con Kant, Platón, Wittgenstein, etc. No obstante, pararse a pensar, tratar de razonar los acontecimientos por los que nos hemos visto sorprendidos y demás es, claramente, una idea sana. 

Las personas que tengan un mundo interior intenso no sucumbirán a depresiones, o se verán sobrecogidas por sentimientos absurdos. De ahí que ese aire permanentemente distraído de los filósofos sea de lo más atractivo para todos; ¿qué pensará? ¿Estará tratando que averiguar la verdad mediante la hermenéutica? ¿Cavilará sobre las ideas de Descartes? Pues no ha de ser necesariamente así. Tal vez está pensando en la discusión que ha mantenido con su cónyuge por la mañana, o en cómo aparentar estar distraído. De esta manera, la persona que utiliza la razón para reflexionar es psicológica o moralmente sana. Esta misma acción, que emprendo ahora con esmero, de escribir cientos de cábalas sin saber siquiera si alguien las leerá algún día, es sano. Es la forma que tiene el ser humano de estructurar sus sentimientos. Es la forma de un individuo en el siglo XXI de airear el corazón y de purificar la razón.